Bitácora de Isabel Huete
SOLIDARIDAD CON HAITÍ
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08 septiembre 2008
Los obispos están tristes, ¿qué tendrán los obispos?
Imagen de la cubierta de un disco de Ángel Petisme
Desde que lo sé, mi sueño ya no es lo que era. Me revuelvo bajo la sábana (hace fresquito, ¿eh?) sin poder conciliarlo, preguntándome una y otra vez lo que habremos hecho mal, cuál será ese nuestro pecado que tiene a la curia tan entristecida. Ellos, que siempre velaron por nosotros, por la pureza de nuestra alma mostrándonos el camino recto hacia la salvación; que lloraron con nosotros para darnos fortaleza cuando recurrimos al arrepentimiento; que desplegaron su misericordia para perdonar nuestra debilidad ante las tentaciones del maligno; que supieron guardar nuestros secretos más inconfesables; que nos hicieron ver que el perdón de Dios nos libraba de la culpa; que nos inculcaron con tesón que el infierno era sólo para los malos malísimos, esos que no se arrepienten nunca, que caen en la soberbia, que pierden la fe en la gracia divina. Nuestros queridos obispos, los cabecillas de la Cruzada contra el Mal, sufren porque no nos sometemos a la moral que predican, la cristiana, la que les ha sentado, con la ayuda de parte importante de la ciudadanía y de sus representantes políticos, en el trono de la VERDAD ABSOLUTA. Oiga, y además cobrando, que el buen trabajo es de justicia que se remunere. Y yo les comprendo, porque realmente se lo curran de lujo. Por eso me preocupa su tristeza, no vaya a ser que les arrastre a la depresión y pierdan las ganas de dirigir nuestra vida, nuestra moral individual y nuestra ética colectiva.
No quisiera caer en el maniqueísmo, pero no sé si lo conseguiré. Las imposiciones me enturbian las ideas y el lenguaje. Me asumo.
Yo condeno el aborto,
tú no debes abortar,
ella no puede abortar,
nosotros nunca aceptaremos el aborto,
vosotras, si abortáis, seréis castigadas,
ellas abortan contra toda ley natural y divina.
Este complicado verbo forma parte del lenguaje eclesiástico y, supuestamente, ha de ser conjugado por todos los seres humanos, creyentes o no, laicos o no, libres o no. El respeto a las ideas y creencias, sin embargo, no entra dentro de ese extraño lenguaje que a muchos nos cuesta entender y menos aún aprender. Se quiere equiparar la moral cristiana, la moral de un grupo religioso, respetable por otra parte, a la individual y a todo el cuerpo social. Los señores de la curia presionan para que las leyes que a todos nos afectan recojan sus fundamentos y sean de obligado cumplimiento, sin exclusión. La ley, que por su propia esencia, y por justicia, debiera ser laica para que ningún ciudadano deje de sentirse amparado por ella, pasaría así a convertirse en el instrumento del fundamentalismo cristiano más caduco. Una sharia a lo cristiano, sin cortar manos ni apedreamientos públicos, pero esencialmente doctrinaria y punitiva.
No importan los avances tecnológicos ni los saberes demostrables y demostrados de la ciencia si éstos contrarían la doctrina secular impuesta desde el aprovechamiento de la ignorancia. Pero ya sabemos mucho y cuesta asumir la pérdida de poder de quienes siempre vivieron de él, no importa de qué forma ni a costa de qué. Los cuentos bárbaros ya no se los cree nadie y el sometimiento ha dejado de ser la moneda que se paga a cambio de la salvación.
Nadie pretende, ni ha pretendido nunca, que quienes consideran el aborto un atentado contra la moral que defienden, lo practiquen, pero por favor, que en correspondencia respeten a quien piense de otra manera. Que dejen en paz a los legisladores, a la sociedad y a los individuos. Que dejen en paz a las mujeres que abortan, bien sea por necesidad, por miedo o por ignorancia. La razón es sólo suya y estoy convencida de que ninguna siente placer alguno al tener que someterse a esta práctica. El Estado, por respeto hacia sus ciudadanos, debe romper de una vez ese cordón umbilical que los obispos se afanan en mantener íntegro mediante la presión, callejera o no, y el chantaje. Ese cordón ya se ha distendido mucho, se ha alargado cual sombra chinesca sobre nuestras cabezas demasiado tiempo, y ha llegado el momento de liberarse de él porque si no acabará enrollándose en nuestro cuello hasta asfixiarnos.
Y lo mismo digo respecto al derecho a una muerte digna o a la eutanasia, que también tienen su verbo y todos lo podemos conjugar. ¿Podemos consentir que los curas formen parte de las comisiones médicas de evaluación de los enfermos terminales? ¿Qué derecho tiene el clero de negarse a proporcionar al juez la relación de asesinados en la guerra que está en sus archivos? Vivimos en un perpetuo disparate.
Le ruego, Sr. Obispo, que deje de entristecerse por mí porque pierde el tiempo y, además, me permitirá conciliar el sueño de nuevo.
Que nadie se sienta ofendido porque respeto todas las creencias e ideas, sólo pido que no me las impongan y que me dejen expresar las mías.
Laicismo y poesía.
Publicado por
Isabel Huete
en
12:31
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Etiquetas: aborto, eutanasia, laicismo, muerte digna, Obispos
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