LOS OKUPAS
Me despierto. Los cuadros, los libros, las fotos, los recuerdos, los muebles, los cojines, las lámparas, el espejo, la ropa, la tele… ¡Cuántas cosas! Empequeñecen la casa, van ocupando su superficie, infiltrándose en todos los rincones como un ejército invasor que me asedia. ¿Cuándo lo necesario dio paso a lo superfluo? ¿En qué momento debí contener esta desmesura?
La casa ya no me pertenece. Ni siquiera me pertenezco a mí misma; pertenezco a los objetos que me tiranizan: debo cuidar de ellos, mantenerlos en funcionamiento, reponerlos si se estropean. No trabajo para mí, trabajo para esas cosas.
Vuelvo a cerrar los ojos para pensarme en una casa pequeña, muy pequeña, de paredes desnudas de un tono añil muy claro, como el color de esa bruma que en la madrugada suaviza los contornos de todas las formas; las ventanas, cerradas por persianas color índigo sumergen las habitaciones en una luz submarina y al abrirlas, puedo contemplar a través de huecos de forma irregular, perforados sin esquinas en muros muy gruesos, un luminoso paisaje de verdura y distantes sierras azules.
Allí sólo dispondré de lo preciso y yo llenaré el resto del espacio que entonces, entonces sí, será mío.
Carmen Huete
Mi hermana me envió este pequeño relato el otro día, el cual refleja de alguna manera su nueva filosofía de vida: desprenderse de tanto objeto que no sólo atiborra su espacio habitable sino que, además, le da un trabajo que no le apetece nada hacer y le ocupa un tiempo que tampoco le agrada perder. Yo la entiendo perfectamente y me parece loable que quiera seguir su camino ligera de equipaje porque, al fin y al cabo, donde acabaremos yendo todos no habrá más espacio que el que acoja nuestro cuerpo. Debería escribir más a menudo porque siempre le ha gustado hacerlo y lo sabe hacer muy bien.
Pero reconozco que yo no sabría -o podría- desprenderme de mis cosas porque tengo un inmenso cariño por todas ellas, porque las he ido almacenando a medida que las he ido deseando con todo el placer y todavía no he dimitido de ese cariño a pesar de que apenas tengan valor. Forman parte de mí, me acompañan, me refugio en ellas cuando me apetece, las contemplo, les hablo, las añoro si estoy lejos, me reciben con alegría, las palpo y siento su significado. Y luego, si he de abandonarlas algún día, que se purifiquen en una hoguera o sean acogidas en el corazón de alguien. ¿Qué más dará para entonces? Pero mientras eso no llegue estarán allá donde yo esté.

¿Qué haría yo sin mis libros, sin esos recuerdos que compré en algún lugar en el que fui feliz o me regalaron personas queridas, sin los pequeños objetos de cerámica que tanto me gustan, sin mis mariposas hechas con todo tipo de materiales, sin mis bellas e inquietantes máscaras, sin los objetos de Guinea (mi tierra de nacimiento) que heredé de mis padres o los discos de vinilo de música clásica aunque ya no tenga tocadiscos para oírlos? ¿Y qué decir de mi pequeña colección de diminutas casitas que voy comprando en cualquier lugar que visite o esa pequeña estantería en forma de casa que guardo desde tiempo inmemorial con sus también pequeños habitantes? ¿Y con mi raqueta de tenis aunque no juegue desde hace... 25 años?

Seguro que seguiría haciendo lo mismo que ahora si todo eso me faltara pero casi siento esas cosillas como mi propia piel, son parte también de mi historia. Mi espacio y mi tiempo son su espacio y su tiempo, y a la inversa, porque crecimos juntas y nos gusta contemplarmos mutuamente.
Gracias, hermana por ese cuento tan especial.
Mis cosas y poesía