Bitácora de Isabel Huete

SOLIDARIDAD CON HAITÍ

SOLIDARIDAD CON HAITÍ
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25 octubre 2007

Es saludable retroceder en el tiempo... a veces.

La lluvia de estos días y el frío con el que hemos despertado hoy invitan a la reflexión, a desear acercarse al fuego con un buen vinito y un cigarrillo en la mano, a conversar con uno mismo escuchando Los nocturnos de Chopin, por elegir una de las composiciones que más me han relajado en momentos de tensión, o también a mantener una conversación íntima con los amigos sobre la vida que nos pasa y se nos pasa.

Ángela es una amiga de esas que llamamos de toda la vida, o casi, y que siempre tiene un espacio en mi memoria aunque vayan pasando los años y nos comuniquemos muy de tanto en tanto; quizá ahora un pelín más porque nos reencontramos hace como tres años en Tarragona, donde nos conocimos y compartimos muchos momentos, buenos y malos, y ahora me sigue en este blog. Como buena sentimental que soy, nunca olvido a mis amigos, a los buenos, a la buena gente que se ha cruzado en algún momento en mi camino. Son muchos, y todos, pasen años o siglos, ocupan una habitación en el motor de mi cuerpo, ese que late miles de veces al día, unas con pasión, otras con rabia y muchas con sosiego. Lo cuido mucho porque siempre he pensado que es lo mejor que tenemos.

Me llamó antesdeayer para decirme que me seguía en el blog y quería agradecerme las cosas que digo sobre mi padre porque a ella le hacían pensar y revolver el recuerdo del suyo, del que tan poco cariño recibió (tampoco de su madre), sin poder superar la frustración que lleva acarreando, como un fardo pesado, durante toda su vida, con el agravante de que no se atreve a "vomitarlo", a verbalizarlo con nadie ni ante nadie. Para sus amigos, que son muchos y la quieren, su vida familiar es como si no existiera. No le preguntan y ella no cuenta. No puede. Y al leerme se identifica conmigo. Me emocionó que me dijera estas cosas.

Es curioso porque siempre he sabido de la existencia de sus conflictos familiares pero nunca he conocido los detalles. Los años que compartimos correrías nos contábamos las broncas con nuestras respectivas familias, pero creo que nunca llegamos a profundizar en la desolación, la impotencia y la rabia que todo esto nos producía. Sufríamos, pero eran unos años en los que huíamos de los malos momentos buscando paliativos con otras experiencias vitales. Teníamos en común la rebeldía y el deseo de libertad, también la necesidad imperiosa de ser respetadas y queridas. Yo llegué a casarme (mal) y ella no lo hizo nunca. Tres años de matrimonio y el posterior divorcio fueron suficientes para tener claro que ése no era un estado que me hiciese feliz, que no tenía espacio en mi armario para compartirlo con nadie, al menos en plan pareja convencional. Cada uno en su casa puede ser más llevadero. Las soledades impuestas que viví en la infancia y juventud me convirtieron de mayor en una persona solitaria por vocación y libre por elección. Y autodidacta en casi todo. Nunca he querido depender de nadie ni que nadie dependiera de mí, salvo en esos casos en los que la necesidad de otros y mi sentido de la solidaridad con ellos me han llevado a darles cuanto ha estado en mi mano, incluso refugio temporal. Son circunstancias inevitables de las que he aprendido mucho.

Ángela también vive sola, pero creo percibir que los fantasmas la acompañan demasiado a menudo. Nuestros padres se equivocaron, nos dolió en el alma su actitud para con nosotras, nos dejaron secuelas difícilmente borrables, pero yo, con el tiempo, le he encontrado su lado positivo: nos hicimos fuertes, resistentes, y también flexibles. Me recuerdo ahora, siempre frente a un paisaje inmenso, de esos que tanto me ha gustado contemplar, preguntándome una y otra vez el porqué de ese desamor familiar que no sólo me afectaba a mí sino también a todos mis hermanos, aunque quizá yo me llevé la peor parte porque me rebelaba más ante lo que me parecía injusto o arbitrario, y eso tenía una penalización extra... Los castigos o las palizas no eran lo que más me afectaba (que también, por supuesto), sino la humillación que sentía por no ser escuchada, comprendida, ni valorada en lo más mínimo. Cuando yo le quería explicar a mi padre que mi conciencia me empujaba a pensar, a decir o a hacer determinadas cosas, el me decía "Tú no tienes conciencia, en esta casa tu conciencia soy yo", o aquella "flor" que me lanzó cuando me fui definitivamente de mi casa, cuando ya no pude más: "Puedes irte tranquila, porque si crees que en esta casa tienes un padre que te quiere estás muy equivocada, sólo hay un señor que te aguanta".

Así era mi viejo, ¡todo ternura!, pero lo curioso es que mientras durante muchos años el rencor dominó parte de mis pensamientos, cuando murió tras un año y medio de deterioro a causa de un infarto cerebral, el recuerdo de él se volvió amable, cariñoso, casi tierno. Quizá porque en los últimos años de su vida, sin dejar de tener el mismo carácter agrio y opresivo, volcó su confianza en mí como nunca lo hizo con ninguno de mis hermanos. No sé si es que pensó que el haberme puesto a hacer una carrera y terminarla después de mi divorcio, eso me volvía inmune ante la irresponsabilidad o ante la falta de seriedad, o que creyó vislumbrar que yo no era ninguna loca de la vida (bastante más de lo que él se creía, por cierto), o que no me había echado a la calle en brazos de "cualquiera" que pasara por allí... No sé qué pasó por su mente para que su actitud para conmigo cambiara, no tanto en el aspecto afectivo como en el de respeto hacia mí. Cuando ya estaba medio demente a causa de su enfermedad y apenas veía, se le iluminaba la cara cuando me escuchaba llegar con mi madre. Me llamaba muchas veces, como intentando comprobar si seguía allí, cerca. También me impresionó que en un momento de medio delirio nos pidiera perdón a todos sus hijos por haber sido tan duro con nosotros. En el fondo de sí mismo él sabía que nos había fallado, y a mi madre también porque con la pobre tampoco fue un bendito, aunque ella, llevada por el miedo e iluminada por la resignación cristiana le soportó lo indecible. Nunca se atrevió a enfrentarse a él (creo que su educación y sus creencias se lo impedían) y muchas veces nos protegió mintiéndole o, mejor dicho, ocultándole la verdad. Pero no lo odiaba y cuando murió me impresionó ver hasta qué punto se le fue parte de su vida también. Ahora, con los años, ha recuperado la vida y es un portento de mujer.

Le vi morir pero su muerte no me afectó. En el fondo me sentí liberada, pero lo que más peso ha cobrado en mi recuerdo son sus últimos meses de fragilidad, ver cómo su fuerza se iba quedando en nada, su necesidad de compañía y cariño, todo eso que, mientras estuvo sano, nunca supo pedir ni dar. Y me dio pena, mucha penita. Ya no lo veía como un monstruo sino como un ser desvalido, perdido y sometido a su destino. Debió de sufrir mucho durante toda su vida para ser incapaz de controlar su agresividad y volcar su dolor de forma tan despiadada hacia su familia (con los amigos no es que fuera una perita en dulce, pero se hacía el simpático), hacia quienes estábamos más cerca, hacia los que le podíamos dar más cariño, hacia quienes más lo necesitábamos. Pero se quedó solo, con mi madre.

Ahora, a veces, cuando me siento angustiada por alguna cosa, recurro a él y le suelo decir que si es que está en algún sitio, perdido por el universo entre la maraña de estrellas, que me eche una manita... No sé si ese sitio existe, pero a mí me relaja pensar que me escucha.

Mi psicóloga me decía que eso es una regresión... ???

Me olvidaba incluir un poema (malo, como todos los míos) que dediqué a mi padre, más o menos al año de que muriera:

Díselo, padre, ahora que estás perdido
en la penumbra
de un mundo desconocido,
en la vorágine de la nada donde el amor
-dicen-
navega sin rumbo fijo.

Díselo, padre, si es que Dios
te ha invitado a su cena
y te ha ofrecido esa nata que,
al convertirla en plata,
espanta todas las penas.

Cuéntale, padre, que cada día
la sangre y la miseria nos inundan
al abrir la puerta,
que los niños lloran entre bombas
y ruinas
convertidos en despojos de sus propias vidas,
que tiemblan sus cuerpos al son
de un ritmo loco, de metralla,
con el hambre entre las manos
y la mirada helada,
que el dolor dibuja sus rostros con surcos
de mis batallas libradas por otros hombres
para conquistar la nada.

Cuéntale, padre, que el amor
ha desertado, agotado de ver
sufrir y morir,
de tanto asco,
de recoger las migajas que cada día
reparten quienes se esconden
tras los colores de muerte de un viejo
estandarte,
que la justicia se ha dejado arrebatar
la venda de los ojos, para poder llorar,
que la libertad es sólo un sueño agostado
en la memoria,
un nudo seco que atenaza
el eco de los que quieren gritar.

Cuéntale, padre, si es que ahora
compartes su mesa,
que cada mañana, cuando bajo la escalera
me fundo en la espesura de un mundo
invadido de tristeza,
que la paz se ha convertido en un bien
escaso
y por eso cada noche me emborracho
en la oscura soledad
de mi cuarto.

Díselo, padre,
ahora que puedes llorar sin reservas.

Familia y poesía.

2 comentarios:

Alberto García dijo...

Precioso este poema, Isabel... Me ha emocionado, si parece que lo hubiera escrito yo... hace algunos años.

Un abrazo :-)

Isabel Huete dijo...

Gracias, corazón, aunque tú hubieses escrito un poema mucho mejor, incluso más bonito.
Besazos.

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