Bitácora de Isabel Huete

SOLIDARIDAD CON HAITÍ

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18 septiembre 2008

Elogio de mi madre

Fotografía extraída de Internet


Como siempre, mientras esperaba el autobús en el Pº del Prado (esta vez el 37, que tarda tanto como el 3 que cojo habitualmente), me he puesto a observar mi entorno y a comparar las cosas con otros aspecto de la vida. Esta vez han sido los enormes árboles que serpentean el bulevar central del Paseo, a los que se llaman vulgarmente "plátanos" aunque no tengan nada que ver con las plataneras ni con sus frutos. Los comparé con la personalidad de mi madre: inmensos y erguidos, bellos, cuajados todavía de verdes hojas estrelladas, finos de talle y generosos de sombra. Mi madre es así, la siento ahora así.

No siempre fue igual: no siempre sentí admiración por ella ni la quise con la intensidad que lo hago ahora. Eran otros tiempos, mucho más oscuros para todos y mucho más contenidos. La oscuridad te invita a tropezar con cada obstáculo, no te da la menor cancha y se ríe de tu torpeza y de tu miedo. Todos éramos más torpes y miedosos porque sabíamos mucho menos que ahora, desconocíamos no sólo dónde se ubicaba el interruptor de la luz sino que temíamos también que, de encontrarlo, éste no llegara a encenderla. Tan perdidos estábamos.

Mi educación familiar se sustentaba en tres patas: disciplina, acatamiento y buenas maneras. Y sobre estas tres patas debíamos hacer equilibrios imposibles para no caer ya que las consecuencias habitualmente eran bastante dolorosas, pero no voy a entrar en detalles porque las heridas están más que cicatrizadas y han dejado de doler, aunque todavía no hayan descubierto el remedio para hacerlas desaparecer, al menos en mi caso. Mis padres no pudieron, o no supieron, calzar la cuarta pata: la del amor. Y nosotros, sus hijos, tampoco pudimos, o tampoco supimos, devolverles algo que desconocíamos, o que en tonces no tuvimos conciencia de recibir. Quizá los árboles no nos permitieron ver el bosque y pesó tanto el dolor y la incomprensión que nos hizo inmunes a cualquier otro sentimiento. Si hubo amor, nuestra piel no lo reconoció.

El resentimiento y los reproches crecieron a la misma velocidad que nuestros cuerpos, pero a mí me llegó un momento en el que el peso de tanta miseria me impedía seguir creciendo, no tanto por fuera como por dentro, y tomé la decisión de intentar comprender, de abrirle las puertas al perdón, a ése que había tenido encerrado bajo siete llaves por miedo a que me debilitara, como una metáfora de los efectos que ejerce la criptonita sobre Supermán. Al fin y al cabo, mi vida se había desarrollado como una historieta de cómic.

Con mi padre surgió de forma casi imperceptible cuando cayó enfermo y en la demencia, quizá instigada por la petición que a su vez nos hizo de ser perdonado. Algo le debía martillear por dentro cuando lo hizo en uno de los pocos momentos de lucidez que tuvo. No podía negarme, y no me negué. No conseguí llorar con su muerte porque no sentí el dolor de la pérdida, pero sí encontré la paz que buscaba, la que había firmado al final de sus días con él. La muerte a veces tiene consecuencias insólitas.

Con mi madre el proceso fue más largo, incluso más difícil. El abandono y la falta de diálogo a la que la sometí durante la enfermedad de mi padre y en los dos años posteriores que conviví con ella me hicieron sentir el ser más despreciable de la tierra. Era un desprecio que se mordía la cola con la necesidad de huir de cualquier roce con ella. Huía porque me despreciaba y me despreciaba porque huía. La ausencia de cualquier queja por su parte empeoraba todavía más mi sentimiento de culpabilidad. Y decidió irse a vivir a casa de otra hija, supongo que con la esperanza de ser mejor tratada. Me pareció la mejor decisión para liberarse y liberarme de la angustia que ambas padecíamos en esa convivencia que parecía distanciarnos cada día más. Con su ausencia y ante mi propia soledad empecé a pensar, a comprender y a recordar todo lo que no había pensado, comprendido y recordado nunca.

Pensé en los muchos aspectos de su vida de los que nunca había alardeado o, en su caso, quejado. En la entereza que siempre había demostrado. En la paciencia que había tenido con su marido. En la violencia verbal y psicológica a la que había estado sometida durante su matrimonio. En la soledad en la que había vivido sin saber a quién acudir. En las veces que había hecho de pantalla entre la violencia de mi padre y el miedo de sus hijos. En la pérdida obligada de su personalidad alegre e innata. En su orfandad total a los 15 años como consecuencia de la guerra. En su lucha por la supervivencia. En su fortaleza.

Comprendí entonces las razones por las que no había sabido ser más tolerante, más comprensiva o más cariñosa: salvo en su infancia y preadolescencia, no había encontrado demasiados motivos para ser feliz, al menos ese tipo de felicidad que todos imaginamos cuando somos jóvenes que llegaremos a alcanzar en algún momento. Ahora la realidad la palpamos casi desde el mismo momento que alcanzamos el uso de razón, pero en aquellos años la sociedad estaba instalada en el limbo, las costumbres eran castrantes y las mujeres meros instrumentos para la procreación. Mi madre, como tantas otras madres de la época, fue un producto de su tiempo, incapaz de desincrustar de su cuerpo y de su mente tanta roña. Su marido, mi padre, no fue precisamente el revulsivo que ella hubiese necesitado para cambiar su mentalidad sino todo lo contrario. Él estaba cabreado con el mundo y consigo mismo y ella, con la "inestimable" ayuda de su fe, creyó que su destino era meterse en el ojo del huracán y compartir con resignación la devastación. A pesar de todo, sobrevivió bajo las ruinas y cuando recobró su libertad de pensamiento y de obra, tuvo el valor de luchar denodadamente por recomponer su casa y cobijarnos de nuevo a todos. Y nos ha dado todo el amor que antes no supo dejar aflorar pero que ahora estoy convencida de que nunca le faltó.

Con los años, muchos tuvieron que pasar, he conseguido recordar momentos en los que, enmedio del espanto, ese amor se manifestó: los cuentos que me contaba (maravillosamente) por las tardes mientras me acariciaba la cabeza, que yo reposaba en su regazo; sus abrazos cuando, convaleciente yo de una enfermedad infantil, dormía con ella en la misma cama en ausencia de mi padre; las carreras y las risas por el pasillo de casa huyendo de sus manos en ademán de hacerme cosquillas; los vestidos que primorosamente me confeccionaba aunque siempre me quejaba de ser un poco ñoños; sus caricias, tsiempre en la cabeza, cuando me echaba en la cama llorando después de tener una bronca con mi padre; los tebeos y libros que me compraba cuando con doce años sufrí una hepatitis y me obligaron a permanecer en cama durante meses; las propinas a escondidas; algunos secretos que supo guardarme, aun sin estar de acuerdo, para que no me castigara mi padre... Los años, que supuestamente promueven el olvido, a mí me han ayudado a recordar y, quizá también, a ser justa con ella.

Los últimos quince años nos han hecho cómplices, amigas, compañeras de paseos, de risas e, incluso, de alguna que otra copita de más. He descubierto a una mujer interesante, cautivadora, vital, sensible, divertida, generosa, necesitada de mucho cariño y capaz de darlo sin pedir nada a cambio. Ha sabido hacerse flexible, aunque sin perder la tozudez de todo buen maño y, aún hoy, me dedica las mejores caricias de cabeza porque sabe que con ellas me relajo y llego a perder hasta la consciencia. Y yo me dejo hacer porque sentir su piel pegada a la mía me devuelve a la niñez, a esa que siempre quise tener, y consigue reconciliarme con la vida.

Mi madre se ha reinventado y me ha ayudado a reinventarme, o quizá podría decir, mejor, que ha conseguido que seamos el verdadero invento que somos. Ahora, cuando la abrazo, se hace miniatura y siento la necesidad de protegerla, de llevarla en la palma de mi mano y pasearla por todos los mundos posibles. Pensar en su pérdida, inevitablemente cercana, me aterra, y sé que debo ir preparándome para pasar ese luto.

Yo no sé si es la madre más buena del mundo, pero me gustaría que todas las madres del mundo fuesen tan buenas como ella.

Mi madre es poesía.


14 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya te vale Isabel, me has hecho llorar, te mando un beso muy sincero.
Hace tiempo un amigo siquiatra, me hablaba sobre la importancia de reconciliarse con los padres. Te felicito.
Un besazo!

Silvia_D dijo...

Tú eres poesía :))

Tienes un regalo en mi blog, me haces el favor de recogerlo :)? Besos

Anónimo dijo...

Un beso, Maribel. No tengo palabras. Àngela

Pedro Ojeda Escudero dijo...

qué difíciles son las relaciones con nuestras madres, tan complejas y tejidas de tantas cosas

Merche Pallarés dijo...

Bello homenaje a tu madre. Muy interesante lo que cuentas querida Isabel. Te deseo que sigas disfrutando de ella durante MUCHO tiempo. Besotes, M.

Isabel Huete dijo...

Gracias a todos, y siento que a alguno/a le haya hecho llorar, pero mi madre está enfermita y aunque ella tiene una fortaleza increíble siento que se me está consumiendo. Necesitaba escribir esto, contarlo, que el mundo, o mi mundo, lo supiera. También contármelo a mí misma.
Besazos grandes.

jg riobò dijo...

Yo no tuve ni tengo relación con mi madre.

Silvia_D dijo...

Isabel, somos tus lectores, pero también quisiera considerarme tu amiga, vale? y para qué están los amigos? para TODO, estamos para lo que haga falta, hoy por ti, mañana por mi :)

Besos y se te quiere.

Isabel Huete dijo...

JAVIER, supongo que eso para ti ha debido suponer un gran vacío y producirte dolor. No sabes lo que puedo llegar a entenderte.
Un beso muy grande.

DIANNA, gracias, eres un lujo de persona. Sé que estás ahí. Y te digo lo mismito que tú a mí. Cuenta conmigo para lo que quieras.
Un bessssssssooooooo enormeeeee!!!!

Javiera A Vega Gutiérrez dijo...

Isabel, que linda emotividad nos has mostrado, una historia en el tiempo, la liberacion de una mujer, tu madre, y una hija, tu, que supo aceptar el tiempo perdido para poder vivir una hermosa relacion con su madre.
Pienso que cuando es asi, la muerte de un ser querido, no es mas que un accidente que nos sucede a todos. Un abrazo

Oshimatoti dijo...

Me he emocionado...
Aunque hace siglos que no te llamo, me acuerdo de ti...
David

Isabel Huete dijo...

David, supongo que eres mi sobrino... ¿o el galleguiño? Joé, ahora no caigo.
En todo caso, pues llámame y me sacarás de dudas. Seguro que me hace ilu.
Besitos.

Oigres Led Séver dijo...

Me has consternado completamente, yo que me pongo tan irascible al leer este tipo de escritos, no ha sido así ahora, gracias.

Isabel Huete dijo...

OIGRES, no tienes que darme las gracias, no hay de qué. Sé que muchas veces este tipo de intimidades producen grima y no creas que no lo entiendo, pero hace tiempo que me propuse no cortarme un pelo con nada y decir aquello que me apeteciera siempre y cuando no ofendiera a nadie.
Me alegro que tu irascibilidad hoy no se haya despertado con mi comentario. Quien ha de agradecértelo soy yo.
De todas las maneras, este es un sitio en el que se puede decir lo que uno quiera, así que si me visitas en otras ocasiones tampoco te cortes un pelo. :)
Un besazo

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