Bitácora de Isabel Huete

SOLIDARIDAD CON HAITÍ

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16 junio 2008

Yo estuve allí


Hace unos días, no sé si a raíz de algo que vi en televisión o en el periódico, o quizá como consecuencia de alguna conversación que mantuve con algún amigo o amiga, recordé de nuevo una de las experiencias más formidables, y terribles, que he tenido en mi vida. ¡Ah, sí, ya recuerdo!, fue a raíz de conocer la muerte de Calvo Sotelo.

Estaba estudiando la carrera (CC. Políticas y Sociología) y tenía mucho interés en conocer el funcionamiento del Parlamento. Me interesaba saber de primera mano cómo se producía la discusión y posterior votación de las leyes, cosa que, por otro lado, me sirvió para darme cuenta de la diferencia tan enorme que hay entre lo que creemos que pasa y lo que en realidad pasa. Pero por entonces todavía era una idealista y creía que los debates parlamentarios eran unas sesiones sesudas y de alto nivel político de los que podría extraer grandes enseñanzas teóricas y prácticas.

Me pasé dos o tres meses asistiendo a las sesiones plenarias que se produjeron en esos días y ahora, visto desde la distancia del tiempo y de la edad, me pregunto cómo fue posible que me tragara semejantes tomaduras de pelo. El debate apenas se producía, todo estaba más que trapicheado desde mucho antes, y lo único que se podía distinguir con claridad eran brazos de madera levantándose en uno u otro sentido según la señal que con los dedos marcaba el portavoz de cada grupo. Al final sólo iba porque en el fondo me hacía sentir importante saber que estaba a más o menos cinco metros por encima de los padres de la patria, en la tribuna de invitados; y es que para poder asistir, además, tenías que tener algún que otro amigo o amiga diputados que consiguiera una invitación del grupo para ti solita, nominal. ¡Se puede ser más bobalicona! No aprendí nada porque nada me enseñaron, salvo aquél día que fui con mi amiga María Izquierdo, compañera de intereses políticos y de marcha nocturna por todos los garitos de Madrid.

Era la sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo y, salvo por esa circunstancia, parecía que todo transcurriría con la misma intranscendencia de siempre. Claro, que asistir a una sesión de ese tipo, por muy aburrida que fuera, tenía indudable relevancia. Así que nos sentamos en el sitio que a mí más me gustaba: en una fila de sillas que ponían pegadas a la barandilla, justo entre los bloques de butacones en los que los invitados solían sentarse por ser mucho más cómodos. Me gustaba ese sitio porque así podía apoyar los brazos en la barandilla y encima de ellos la cabeza, pudiendo abarcar con la vista un mayor número de escaños y, por tanto, "cotillear" más agusto lo que hacían en ellos sus señorías.

Estaban en plena votación cuando después de oír unos sonidos secos que no fuimos capaces de distinguir (eran tiros), entró de golpe un ujier en el hemiciclo gritando "¡Un atentado! ¡Un atentado!". Se armó cierto revuelo, tanto en los escaños como entre los invitados, quizá todos algo desconcertados por la situación, pero al ver entrar segundos después por la misma puerta que el ujier al tristemente famoso Comandante Tejero, pistola en mano, todos pensamos que había venido a proteger y defender el Parlamento de un supuesto ataque terrorista. Bueno, quizá los que ya lo conocían por el asunto de la llamada Operación Galaxia supieron desde el primer momento que aquello nada tenía que ver con ETA, tan activa por entonces.

La ingenuidad de muchos, entre los que estábamos nosotras, quedó patente nada mas escuchar sus primeras palabras, y también el miedo. Recuerdo de forma difusa la intervención del entonces Vicepresidente, el Teniente General Gutiérrez Mellado, exigiendo sometimiento a sus órdenes a los golpistas y la retahíla de disparos que se sucedieron, con metralletas, muchos de ellos sobre nuestras cabezas. No sé cómo lo hicimos María y yo, pero debimos saltar los respaldos de nuestras sillas dando una especie de voltereta hacia atrás para acabar tiradas en el suelo, yo encima de ella. No debí ser muy consciente de la gravedad de la situación al empeñarme en levantarme para saber qué había pasado con los diputados; de lo que sí estaba convencida era de que se había producido una masacre. Menos mal que me equivoqué. María sacaba su brazo de debajo de mi cuerpo tirando de mi chaqueta para que volviese a tumbarme, pero yo seguía insistiendo en levantarme. Mientras nosotras no parábamos de repetirnos una y otra vez que nos habían robado de nuevo la libertad, un señor que estaba a nuestro lado, al parecer un empresario de la COE, también en el suelo, nos agarró a cada una una mano y empezó a rezar un "Padre nuestro", o un "ave María", no recuerdo con exactitud. María y yo nos mirábamos alucinando porque nos pareció un despropósito, quizá porque de lo que en realidad ateníamos ganas era de gritar "¡Hijos de puta!". Indudablemente no estábamos para rezos ni, al menos en mi caso y quizá de nuevo por inconsciencia, en ningún momento pensé que nuestras vidas podrían correr peligro. Me asusté más cuando al girar la cabeza, casi pegada al culo de María, me encontré con una bota militar a menos de tres palmos de mi nariz. Era un guardia civil, precisamente el chulito al que en el vídeo que la televisión grabó se le oye decir eso de "Las manitas fuera", refiriéndose a los diputados, a los que una vez sentados se les hizo poner las manos sobre el respaldo del asiento de delante.

Después de bastante rato sin poder movernos, al fin nos dejaron sentarnos. Un familiar de Calvo Sotelo, creo que su cuñado, que estaba cerca de nosotras, había resultado herido en una pierna del rebote de una bala, y es que justo encima de nuestras cabezas el techo estaba totalmente levantado por los disparos, y así sigue en recuerdo de aquel espantoso acontecimiento.

Después nos agruparon a todos los invitados con los periodistas en la tribuna reservada a la prensa, lo que nos hizo temer que pudiera hundirse porque apenas cabíamos apretados como sardinas. Alberto Aza, en aquel entonces creo que Jefe de Gabinete de Adolfo Suárez, tenía un transistor escondido y nos pudo decir lo del levantamiento en Valencia y la movilización de la Acorazada Brunete de Madrid... Creo que ninguno de los que estábamos allí, o casi ninguno, acabábamos de creernos lo que estaba pasando. Era demasiado tremendo pensar en volver de nuevo a las catacumbas, aunque nosotras todavía éramos demasiado jóvenes, y sobre todo ignorantes, como para saber lo que significaba eso en las propias carnes, más cuando nuestras respectivas familias eran franquistas hasta la médula.

Desde allí vimos cómo se llevaron los guardias civiles a Adolfo Suárez y a Felipe González (no recuerdo si también a Alfonso Guerra) y nos temimos lo peor. No teníamos ninguna duda de que se los iban a cargar. Y resultaba desolador ver a todos los diputados y diputadas con las manos sobre los respaldos de sus compañeros, con la mirada típica del desconcierto y, lo que es peor, de la incertidumbre. Nos fijábamos mucho en Victor Carrascal, amigo nuestro y diputado de Unión de Centro Democrático, que era miembro de la Mesa y quien nos había proporcionado las invitaciones. El pobre, que ya de por sí tenía una cara bastante triste, en aquel momento se podía adivinar el miedo bailándole detrás del cristal de sus gafas. No es de extrañar si se piensa que era quien estaba dirigiendo las votaciones desde la tribuna de oradores cuando empezó todo, y acabó tirado en el suelo junto a las escaleras, con las manos sobre la cabeza, supongo que medio paralizado.

Por fin nos dejaron salir de la tribuna de los periodistas previa muestra de nuestra acreditación como invitados y del D.N.I. María, quizá menos osada que yo, no quiso salir y me fui sola en dirección al bar para tomarme una tila. No es que estuviera especialmente nerviosa (me suele ocurrir ante situaciones difíciles), pero yo creía que estaría mejor con una tila dentro del cuerpo y, además, tenía una absurda curiosidad por saber qué se estaba cociendo fuera del hemiciclo. No me defraudó el paseo porque viví probablemente el momento más siniestro de todos.

Cuando iba acercándome a la zona del bar pude escuchar una algarabía tremenda proveniente de allí, aunque no sabía de dónde exactamente. La puerta, bastante ancha, estaba abierta y entré. La imagen era como de película de exaltación de las tropas nazis. Las mesas ocupadas por decenas de guardias civiles bebiendo y riéndose como si estuviesen en pleno festejo (lo estaban, para qué engañarnos). Parecían tropas de ocupación, aunque quizá faltaba alguna señorita de buen vivir alegrándoles aún más la vida para que la escena fuese completa. 

Nada más entrar yo, se hizo un horrible silencio. No sé si es que les sorprendió ver a una tía pasando por allí, sin saber por supuesto quién era yo. Podría haber sido desde una diputada a una periodista, pasando por una linotipista o cualquier otra cosa menos, quizá, una invitada. Me asusté, claro, pero hay dentro de mí una especie de bichito que me empuja a hacer muchas veces lo contrario de lo que cualquier persona en sus cabales haría, y en ese momento lo suyo hubiese sido darme la vuelta y largarme. Pero no, seguí avanzando hasta la barra y pedí mi tila. Menos mal que el jolgorio volvió enseguida y ya me despreocupé, pero le pregunté al camarero, un hombre de mediana edad, cómo estaba. Me dijo que no le estaban pagando las consumiciones y que le habían robado el dinero de la caja. He oído decir muchas veces que eso era un bulo que se había corrido después de la intentona, pero yo puedo jurar que el camarero me lo contó así.

Cogí mi infusión y me largué a tomármela al famoso "Salón de los pasos perdidos", que mira por dónde no lo hubiese conocido nunca si no llega a ser por encontrarme metida en aquél fregado sin esperármelo, ya que en los días de sesión normales a los invitados no se les permitía circular por el interior del Congreso, y debían permanecer todo el tiempo en las gradas destinadas a ellos. Aquel día, debido a las circunstancias, esa norma no se cumplió y aunque no es la forma ideal de conocer nada, yo tenía curiosidad porque su nombre siempre me pareció muy romántico, aunque me imaginaba algo más recoleto e interesante, pero no deja de ser un mero sitio de paso con una enorme mesa en el centro (ahora no sé si seguirá igual), eso sí, con los tapices, alfombras, adornos y frescos habituales de la parte más antigua del edificio.

Cuando volví a la tribuna de periodistas, en el centro del hemiciclo estaban destripando sillas antiguas y sacándoles la paja, o lo que fuera que tenían dentro, y la verdad es que nos sorprendió mucho porque no alcanzábamos a saber para qué la querían. Más adelante nos enteramos que en previsión de que desde el exterior les cortasen la luz, habían pensado encender una hoguera allí mismo. ¡Menuda panda de cafres! De haberlo hecho aquello se hubiese convertido en una pira humana porque todo son alfombras y madera. Imagino que ahora los materiales de tela los habrán puesto ignífugos, por si las moscas...

Y lo siento, pero me duermo porque son las 02:45 de la madrugada y no pensaba que fuera a recordar tantos detalles. Es la primera vez que lo recuerdo después de mucho tiempo y me hace ilusión contarlo en el blog porque no es un tema del que hable demasiado, más que nada porque no he percibido demasiado interés por él, pero como aquí nadie me puede cortar, pues me aprovecho... Jeje

Mañana continúo

Sueñito y poesía.

4 comentarios:

Teresa dijo...

Impresionante.
Me han llamado la atención varias cosas:
-tu valentía para desplazarte por el interior del edificio y tomarte una tila.
-la sensación de cuerpo cosaco de los soldados, bebiendo sin pagar, destrozando el entorno, como si fueran una vulgar tropa.
-¿Nunca has pensado que os podían haber asesinado? En situaciones críticas y con pistolas...

jg riobò dijo...

Yo no me enteré de nada pues estaba en un pueblo donde teníamos una casa; incluso pasé por el bar-tienda y nadie decía ni me dijo nada.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Gracias por el relato. Aporta muchas cosas que no salen en los libros y confirma lo que muchos vimos: aquello era zafio, además de peligroso, muy zafio.

Isabel Huete dijo...

Bipo, de valentía nada, más bien inconsciencia o locura. No sé si ahora lo hubiese hecho.
Yo particularmente creo que no llegué a pensar que a nosotras nos pudieran matar (no así a los diputados, incluso a los periodistas), pero sí que podíamos ser detenidas. Por suerte nada de todo eso pasó.
Besitos.

Forma parte de nuestra Historia, Javier, pero fue tan cutre que no te perdiste nada. Me imagino que hace casi 30 años en los pueblos las noticias no llegaban con igual rapidez que ahora, incluso el temor a hablar creo que era mucho más patente entonces.
Besazos.

Pedro, sobre todo cutre, indecentemente cuartelero y desde luego mucho más peligroso de lo que nos imaginamos. No quiero ni pensar dónde y como estaríamos si hubiese triunfado.
Besotes.

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