Bitácora de Isabel Huete

SOLIDARIDAD CON HAITÍ

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12 diciembre 2007

Navidad yin-yang

Sé que más de uno y una arrugaría la nariz por lo que voy a decir: me gusta un huevo la Navidad. Es bastante común que la gente de mi generación se lamente de la llegada de estos días. La mayoría coinciden en que les fastidia la sonrisa obligada, las reuniones familiares, las comilonas pantagruélicas, las dichosas lucecitas, el gentío en las calles, el afán consumista, el arbolito y/o el Belén; que si es cosa para niños, que si produce una melancolía que a nadie atrae, que si hay mucha hipocresía aparentando todos volvernos buenos de pronto... Y yo, la verdad, lo comprendo porque es difícil no asociar estas fiestas con aquella mirada ingenua e ilusionada con la que las recibíamos siendo niños. Los gestos de asombro ante ese nacimiento que se montaba en casa, sobre todo cuando se encendían las lucecitas; la espera a las 12 de la noche del día 24 para poner al niño en la cuna o al día 6 de enero para acercar los reyes al portal; la inquietud la noche del día 5 ante lo que nos pudiesen dejar esos reyes de regalo (era terrible cómo recordábamos de golpe todas las "cosas malas" que habíamos hecho y el temor a no recibir nada por ello) y el consiguiente madrugón para comprobarlo... Siempre recibías algo, aunque nunca faltaba, al menos en el caso de mi familia, que a alguno de nosotros se nos dijera que no nos lo merecíamos del todo, que para el año siguiente había que ser mejor.

En los prolegómenos de los días "clave" (o fatídicos, según para quién) había dos momentos importantes que a mí me fascinaban casi más que cualquier otra cosa: la visita a los tenderetes navideños de la Plaza Mayor, la iluminación de las tiendas y las calles y la compra del turrón en la pastelería (que ya no existe) del Hotel Nacional en la Glorieta de Atocha. Y me sigue fascinando ahora también... Hace tres días hice mi primer recorrido (voy varias veces antes de que lo quiten) por las casetas de la Pl. Mayor, aunque procuro ir a las 3 de la tarde para no encontrar gente, y ayer salí, aprovechando que había partido del R. Madrid contra el Lazzio, para recorrer las calles del centro y recrearme con la iluminación (bastante pobre, por cierto). Los dulces los dejo para la semana que viene (me gustan a rabiar). Pero ya he sacado el árbol y espero ponerlo esta tarde, y quizá mañana empiece con el nacimiento... Soy manitas y una apasionada de las miniaturas, así que me atrevo a decir sin ninguna humildad que mis nacimientos son bastante bonitos, y hablo en plural porque además del de mi casa, cuando nos reunimos toda la familia en casa de mis hermanas es tradición que sea yo también la que monte el de allí.
Cada año compro una nueva figurita (siempre de barro), o un arbolito, o una casita, o un farolillo, o cualquier elemento que le pueda añadir realismo; también algún nuevo adorno para el árbol, que en aras de la preservación de la naturaleza ya no es un pino natural sino artificial, aunque para mí lo importante es encenderlo y ver reflejarse las luces en las bolas o el destello que producen en los adornos de cristal transparente. Cuando ya está todo montado, todas las noches antes de irme a la cama, me encanta apagar las luces del salón y dejar encendidas las del árbol y el nacimiento. Entonces me dejo invadir por esa atmósfera mágica que sentía de niña, sin nostalgia alguna, volviéndome niña de nuevo (¿habré dejado de serlo alguna vez?) aunque ya no pueda vivirlo con la ingenuidad de entonces. Para mí lo de la Navidad no es una cuestión que deba someter a un análisis racional sino una vivencia ante la que me dejo llevar y ante la que me planto con la mirada de la infancia. No es que intente recobrar la emoción o la ilusión que sentía cuando era niña, es que no han desaparecido nunca, siguen palpitando de igual manera, con la misma intensidad, año tras año. Siempre me cuesta más trabajo desmontar el nacimiento y el árbol que ponerlos, y es que, si por mí fuera, los dejaría puestos todo el año. Si no lo hago es por el espacio que ocupan y porque me privaría de la emoción que me produce crear cada año ese mundo de luz y de magia.

Ésta ha sido la parte YIN

Y la parte yang la he quitado en aras de la concordia familiar, aunque lo siento en el alma.

Me ha costado aprender que la realidad es como es y no como cada uno estamos empeñados que sea, aunque no puedo quedarme estancada ahí y pienso que no deberíamos dejar de creer que puede cambiar y, sobre todo, no deberíamos dejar de poner el corazón en intentar que cambie.

Navidad y poesía.

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