Pues esto se acabó, se marcharon los reyes y esta noche las luces de todas las ciudades se apagarán hasta que finalice este nuevo año 2010. Yo debería hacer lo mismo con los adornos de mi casa pero sé que tanto por nostalgia como por pereza seguiré disfrutando de ellos hasta final de mes... Si tuviera espacio mantendría el árbol y el belén durante todo el año, ¿por qué no si me gustan? En mi familia ha sido tradición poner el nacimiento, después vino el árbol, y con los años me dieron el título de "ponedora de Belenes" porque lo hago con mucho detalle y mimo; soy manitas y me encantan las miniaturas, así que intento reproducir con la máxima fidelidad el ambiente del momento que representa. Cada año compro pequeños detalles nuevos en el mercadillo navideño de la Pl. Mayor y poco a poco la familia belenística va aumentando, lo que implica cada vez más espacio y complejidad pero yo disfruto con ello y pienso que, en definitiva, es lo único que importa.
Bitácora de Isabel Huete
06 enero 2010
Creación del Club de las Personas Positivas
Pues esto se acabó, se marcharon los reyes y esta noche las luces de todas las ciudades se apagarán hasta que finalice este nuevo año 2010. Yo debería hacer lo mismo con los adornos de mi casa pero sé que tanto por nostalgia como por pereza seguiré disfrutando de ellos hasta final de mes... Si tuviera espacio mantendría el árbol y el belén durante todo el año, ¿por qué no si me gustan? En mi familia ha sido tradición poner el nacimiento, después vino el árbol, y con los años me dieron el título de "ponedora de Belenes" porque lo hago con mucho detalle y mimo; soy manitas y me encantan las miniaturas, así que intento reproducir con la máxima fidelidad el ambiente del momento que representa. Cada año compro pequeños detalles nuevos en el mercadillo navideño de la Pl. Mayor y poco a poco la familia belenística va aumentando, lo que implica cada vez más espacio y complejidad pero yo disfruto con ello y pienso que, en definitiva, es lo único que importa.
18 septiembre 2008
Elogio de mi madre
No siempre fue igual: no siempre sentí admiración por ella ni la quise con la intensidad que lo hago ahora. Eran otros tiempos, mucho más oscuros para todos y mucho más contenidos. La oscuridad te invita a tropezar con cada obstáculo, no te da la menor cancha y se ríe de tu torpeza y de tu miedo. Todos éramos más torpes y miedosos porque sabíamos mucho menos que ahora, desconocíamos no sólo dónde se ubicaba el interruptor de la luz sino que temíamos también que, de encontrarlo, éste no llegara a encenderla. Tan perdidos estábamos.
Mi educación familiar se sustentaba en tres patas: disciplina, acatamiento y buenas maneras. Y sobre estas tres patas debíamos hacer equilibrios imposibles para no caer ya que las consecuencias habitualmente eran bastante dolorosas, pero no voy a entrar en detalles porque las heridas están más que cicatrizadas y han dejado de doler, aunque todavía no hayan descubierto el remedio para hacerlas desaparecer, al menos en mi caso. Mis padres no pudieron, o no supieron, calzar la cuarta pata: la del amor. Y nosotros, sus hijos, tampoco pudimos, o tampoco supimos, devolverles algo que desconocíamos, o que en tonces no tuvimos conciencia de recibir. Quizá los árboles no nos permitieron ver el bosque y pesó tanto el dolor y la incomprensión que nos hizo inmunes a cualquier otro sentimiento. Si hubo amor, nuestra piel no lo reconoció.
El resentimiento y los reproches crecieron a la misma velocidad que nuestros cuerpos, pero a mí me llegó un momento en el que el peso de tanta miseria me impedía seguir creciendo, no tanto por fuera como por dentro, y tomé la decisión de intentar comprender, de abrirle las puertas al perdón, a ése que había tenido encerrado bajo siete llaves por miedo a que me debilitara, como una metáfora de los efectos que ejerce la criptonita sobre Supermán. Al fin y al cabo, mi vida se había desarrollado como una historieta de cómic.
Con mi padre surgió de forma casi imperceptible cuando cayó enfermo y en la demencia, quizá instigada por la petición que a su vez nos hizo de ser perdonado. Algo le debía martillear por dentro cuando lo hizo en uno de los pocos momentos de lucidez que tuvo. No podía negarme, y no me negué. No conseguí llorar con su muerte porque no sentí el dolor de la pérdida, pero sí encontré la paz que buscaba, la que había firmado al final de sus días con él. La muerte a veces tiene consecuencias insólitas.
Con mi madre el proceso fue más largo, incluso más difícil. El abandono y la falta de diálogo a la que la sometí durante la enfermedad de mi padre y en los dos años posteriores que conviví con ella me hicieron sentir el ser más despreciable de la tierra. Era un desprecio que se mordía la cola con la necesidad de huir de cualquier roce con ella. Huía porque me despreciaba y me despreciaba porque huía. La ausencia de cualquier queja por su parte empeoraba todavía más mi sentimiento de culpabilidad. Y decidió irse a vivir a casa de otra hija, supongo que con la esperanza de ser mejor tratada. Me pareció la mejor decisión para liberarse y liberarme de la angustia que ambas padecíamos en esa convivencia que parecía distanciarnos cada día más. Con su ausencia y ante mi propia soledad empecé a pensar, a comprender y a recordar todo lo que no había pensado, comprendido y recordado nunca.
Pensé en los muchos aspectos de su vida de los que nunca había alardeado o, en su caso, quejado. En la entereza que siempre había demostrado. En la paciencia que había tenido con su marido. En la violencia verbal y psicológica a la que había estado sometida durante su matrimonio. En la soledad en la que había vivido sin saber a quién acudir. En las veces que había hecho de pantalla entre la violencia de mi padre y el miedo de sus hijos. En la pérdida obligada de su personalidad alegre e innata. En su orfandad total a los 15 años como consecuencia de la guerra. En su lucha por la supervivencia. En su fortaleza.
Comprendí entonces las razones por las que no había sabido ser más tolerante, más comprensiva o más cariñosa: salvo en su infancia y preadolescencia, no había encontrado demasiados motivos para ser feliz, al menos ese tipo de felicidad que todos imaginamos cuando somos jóvenes que llegaremos a alcanzar en algún momento. Ahora la realidad la palpamos casi desde el mismo momento que alcanzamos el uso de razón, pero en aquellos años la sociedad estaba instalada en el limbo, las costumbres eran castrantes y las mujeres meros instrumentos para la procreación. Mi madre, como tantas otras madres de la época, fue un producto de su tiempo, incapaz de desincrustar de su cuerpo y de su mente tanta roña. Su marido, mi padre, no fue precisamente el revulsivo que ella hubiese necesitado para cambiar su mentalidad sino todo lo contrario. Él estaba cabreado con el mundo y consigo mismo y ella, con la "inestimable" ayuda de su fe, creyó que su destino era meterse en el ojo del huracán y compartir con resignación la devastación. A pesar de todo, sobrevivió bajo las ruinas y cuando recobró su libertad de pensamiento y de obra, tuvo el valor de luchar denodadamente por recomponer su casa y cobijarnos de nuevo a todos. Y nos ha dado todo el amor que antes no supo dejar aflorar pero que ahora estoy convencida de que nunca le faltó.
Con los años, muchos tuvieron que pasar, he conseguido recordar momentos en los que, enmedio del espanto, ese amor se manifestó: los cuentos que me contaba (maravillosamente) por las tardes mientras me acariciaba la cabeza, que yo reposaba en su regazo; sus abrazos cuando, convaleciente yo de una enfermedad infantil, dormía con ella en la misma cama en ausencia de mi padre; las carreras y las risas por el pasillo de casa huyendo de sus manos en ademán de hacerme cosquillas; los vestidos que primorosamente me confeccionaba aunque siempre me quejaba de ser un poco ñoños; sus caricias, tsiempre en la cabeza, cuando me echaba en la cama llorando después de tener una bronca con mi padre; los tebeos y libros que me compraba cuando con doce años sufrí una hepatitis y me obligaron a permanecer en cama durante meses; las propinas a escondidas; algunos secretos que supo guardarme, aun sin estar de acuerdo, para que no me castigara mi padre... Los años, que supuestamente promueven el olvido, a mí me han ayudado a recordar y, quizá también, a ser justa con ella.
Los últimos quince años nos han hecho cómplices, amigas, compañeras de paseos, de risas e, incluso, de alguna que otra copita de más. He descubierto a una mujer interesante, cautivadora, vital, sensible, divertida, generosa, necesitada de mucho cariño y capaz de darlo sin pedir nada a cambio. Ha sabido hacerse flexible, aunque sin perder la tozudez de todo buen maño y, aún hoy, me dedica las mejores caricias de cabeza porque sabe que con ellas me relajo y llego a perder hasta la consciencia. Y yo me dejo hacer porque sentir su piel pegada a la mía me devuelve a la niñez, a esa que siempre quise tener, y consigue reconciliarme con la vida.
Mi madre se ha reinventado y me ha ayudado a reinventarme, o quizá podría decir, mejor, que ha conseguido que seamos el verdadero invento que somos. Ahora, cuando la abrazo, se hace miniatura y siento la necesidad de protegerla, de llevarla en la palma de mi mano y pasearla por todos los mundos posibles. Pensar en su pérdida, inevitablemente cercana, me aterra, y sé que debo ir preparándome para pasar ese luto.
Yo no sé si es la madre más buena del mundo, pero me gustaría que todas las madres del mundo fuesen tan buenas como ella.
Mi madre es poesía.
Publicado por Isabel Huete en 12:46 14 comentarios
Etiquetas: familia, mi mami, padre, paz interior
25 octubre 2007
Es saludable retroceder en el tiempo... a veces.
Ángela es una amiga de esas que llamamos de toda la vida, o casi, y que siempre tiene un espacio en mi memoria aunque vayan pasando los años y nos comuniquemos muy de tanto en tanto; quizá ahora un pelín más porque nos reencontramos hace como tres años en Tarragona, donde nos conocimos y compartimos muchos momentos, buenos y malos, y ahora me sigue en este blog. Como buena sentimental que soy, nunca olvido a mis amigos, a los buenos, a la buena gente que se ha cruzado en algún momento en mi camino. Son muchos, y todos, pasen años o siglos, ocupan una habitación en el motor de mi cuerpo, ese que late miles de veces al día, unas con pasión, otras con rabia y muchas con sosiego. Lo cuido mucho porque siempre he pensado que es lo mejor que tenemos.
Es curioso porque siempre he sabido de la existencia de sus conflictos familiares pero nunca he conocido los detalles. Los años que compartimos correrías nos contábamos las broncas con nuestras respectivas familias, pero creo que nunca llegamos a profundizar en la desolación, la impotencia y la rabia que todo esto nos producía. Sufríamos, pero eran unos años en los que huíamos de los malos momentos buscando paliativos con otras experiencias vitales. Teníamos en común la rebeldía y el deseo de libertad, también la necesidad imperiosa de ser respetadas y queridas. Yo llegué a casarme (mal) y ella no lo hizo nunca. Tres años de matrimonio y el posterior divorcio fueron suficientes para tener claro que ése no era un estado que me hiciese feliz, que no tenía espacio en mi armario para compartirlo con nadie, al menos en plan pareja convencional. Cada uno en su casa puede ser más llevadero. Las soledades impuestas que viví en la infancia y juventud me convirtieron de mayor en una persona solitaria por vocación y libre por elección. Y autodidacta en casi todo. Nunca he querido depender de nadie ni que nadie dependiera de mí, salvo en esos casos en los que la necesidad de otros y mi sentido de la solidaridad con ellos me han llevado a darles cuanto ha estado en mi mano, incluso refugio temporal. Son circunstancias inevitables de las que he aprendido mucho.
Así era mi viejo, ¡todo ternura!, pero lo curioso es que mientras durante muchos años el rencor dominó parte de mis pensamientos, cuando murió tras un año y medio de deterioro a causa de un infarto cerebral, el recuerdo de él se volvió amable, cariñoso, casi tierno. Quizá porque en los últimos años de su vida, sin dejar de tener el mismo carácter agrio y opresivo, volcó su confianza en mí como nunca lo hizo con ninguno de mis hermanos. No sé si es que pensó que el haberme puesto a hacer una carrera y terminarla después de mi divorcio, eso me volvía inmune ante la irresponsabilidad o ante la falta de seriedad, o que creyó vislumbrar que yo no era ninguna loca de la vida (bastante más de lo que él se creía, por cierto), o que no me había echado a la calle en brazos de "cualquiera" que pasara por allí... No sé qué pasó por su mente para que su actitud para conmigo cambiara, no tanto en el aspecto afectivo como en el de respeto hacia mí. Cuando ya estaba medio demente a causa de su enfermedad y apenas veía, se le iluminaba la cara cuando me escuchaba llegar con mi madre. Me llamaba muchas veces, como intentando comprobar si seguía allí, cerca. También me impresionó que en un momento de medio delirio nos pidiera perdón a todos sus hijos por haber sido tan duro con nosotros. En el fondo de sí mismo él sabía que nos había fallado, y a mi madre también porque con la pobre tampoco fue un bendito, aunque ella, llevada por el miedo e iluminada por la resignación cristiana le soportó lo indecible. Nunca se atrevió a enfrentarse a él (creo que su educación y sus creencias se lo impedían) y muchas veces nos protegió mintiéndole o, mejor dicho, ocultándole la verdad. Pero no lo odiaba y cuando murió me impresionó ver hasta qué punto se le fue parte de su vida también. Ahora, con los años, ha recuperado la vida y es un portento de mujer.
Ahora, a veces, cuando me siento angustiada por alguna cosa, recurro a él y le suelo decir que si es que está en algún sitio, perdido por el universo entre la maraña de estrellas, que me eche una manita... No sé si ese sitio existe, pero a mí me relaja pensar que me escucha.
Mi psicóloga me decía que eso es una regresión... ???
Me olvidaba incluir un poema (malo, como todos los míos) que dediqué a mi padre, más o menos al año de que muriera:
Díselo, padre, ahora que estás perdido
en la penumbra
de un mundo desconocido,
en la vorágine de la nada donde el amor
-dicen-
navega sin rumbo fijo.
Díselo, padre, si es que Dios
te ha invitado a su cena
y te ha ofrecido esa nata que,
al convertirla en plata,
espanta todas las penas.
Cuéntale, padre, que cada día
la sangre y la miseria nos inundan
al abrir la puerta,
que los niños lloran entre bombas
y ruinas
convertidos en despojos de sus propias vidas,
que tiemblan sus cuerpos al son
de un ritmo loco, de metralla,
con el hambre entre las manos
y la mirada helada,
que el dolor dibuja sus rostros con surcos
de mis batallas libradas por otros hombres
para conquistar la nada.
Cuéntale, padre, que el amor
ha desertado, agotado de ver
sufrir y morir,
de tanto asco,
de recoger las migajas que cada día
reparten quienes se esconden
tras los colores de muerte de un viejo
estandarte,
que la justicia se ha dejado arrebatar
la venda de los ojos, para poder llorar,
que la libertad es sólo un sueño agostado
en la memoria,
un nudo seco que atenaza
el eco de los que quieren gritar.
Cuéntale, padre, si es que ahora
compartes su mesa,
que cada mañana, cuando bajo la escalera
me fundo en la espesura de un mundo
invadido de tristeza,
que la paz se ha convertido en un bien
escaso
y por eso cada noche me emborracho
en la oscura soledad
de mi cuarto.
Díselo, padre,
ahora que puedes llorar sin reservas.
24 mayo 2007
Tucha, soledad y Don Miguel
Publicado por Isabel Huete en 12:40 4 comentarios
Etiquetas: abstención, Elecciones, Esperanza Aguirre, familia, Miguel de Unamuno, pijerío, poema, política, PSOE, Punta Umbría, soledad, votar, ZP