Sr. Ratzinger
Soy una ciudadana que figura en sus archivos como católica por el simple hecho de haber sido bautizada sin que nadie le pidiera permiso y, aunque divorciada, sigue casada por su iglesia porque intentar deshacer el entuerto le supondría un coste que no puede pagar, para menor aumento de sus arcas. Por eso, porque me guste o no sigo siendo burocráticamente católica, me considero con el derecho de hacerle llegar mis “inquietudes” sobre la actuación de esta iglesia que su divina inteligencia preside con mano manchada de escándalos. Y también porque soy ciudadana de un país en el que su organización eclesial todavía pinta mucho y habla más de la cuenta entrometiéndose cuanto puede en las decisiones que toma el poder civil, creyéndose todavía un poder más del Estado como en su día, bajo palio, le permitieron ser. Y tengo que escucharles, me oponga o no, y padecer sus diatribas, sus juicios sobre lo humano (porque sobre lo divino tienen todo el derecho) y sus intromisiones en todo aquello que no se ajuste a sus creencias, las cuales intentan imponer contra viento y marea después de llenar sus bolsillos con las aportaciones económicas de este Estado al que tanto critican y que pagamos todos los españoles aunque no queramos, independientemente de las contribuciones voluntarias en la declaración del IRPF que, por supuesto, hace muchos años que yo destino a otros fines sociales más acordes con posiciones menos radicales.
Me parece estupendo que todos ustedes, los mandamases de su iglesia, protejan a los suyos hagan lo que hagan -¿qué madre de familia no lo haría por cualquiera de sus hijos?- y oculten sus vergüenzas ante las miradas aviesas y faltonas de una sociedad a la que ustedes tachan de vergonzosamente materialista y desalmada que está imbuyendo de inmoralidad, de instintos asesinos y de individualismo desaforado las conciencias de sus miembros y, por tanto, no tiene derecho a tirar la primera piedra sobre aquellos –ustedes- que sólo pretenden reeducarla y llevarla por el buen camino.
Yo, que salvo que apostate sigo siendo una de los suyos, siento cierta desazón ante las noticias que, día sí día no, aparecen en los medios de todo el mundo destapando las desvergüenzas de unos pobres seres humanos cuyo único pecado ha sido aprovecharse de la inocencia y miedo de unos niños a su cargo metiéndoles mano y otras cosas mayores en sus intimidades bajo la excusa de que eso les llevaría a alcanzar con mayor derecho el reino de los cielos o vaya Ud. a saber qué otros reinos menos lejanos; y todo por no saber dónde desaguar sus pasiones más inconfesables, con lo fácil que hubiese sido practicar el onanismo – o paja- en la soledad de sus celdas.
Sé lo difícil, si no imposible, que es conseguir que a mí y a tantos otros nos escuchen desde sus púlpitos y palacios episcopales quienes forman parte de una organización empresarial como la suya, disfrazada de espiritualidad y en absoluto democrática, donde se practica descaradamente el nepotismo, se asciende a dedo en el escalafón y se excluye a las mujeres en cualquier órgano de poder por ser las causantes de llevar a los hombres a la perdición, tal y como quedó demostrado en ese Paraíso al que estábamos todos destinados antes de que una maquiavélica y pervertida mente femenina acosara, tentara y convenciera a un desvalido varón a cometer el mayor de los pecados de la Historia, el cual heredamos todos sus descendientes y por eso estamos aquí, desterrados, sufriendo la ira de Dios de por vida.
Pero hete aquí que ahora resulta que la peor tentación que sufren sus asociados no proviene de la compañía de pérfidas mujeres de muslos redondeados y pechos seductores sino de la visión de los cuerpos de púberes niños –y menos que púberes- confiados por sus padres a sus instituciones religiosas para recibir una educación acorde con sus creencias y a resguardo de la impiedad y excesiva libertad que se practica en los centros seglares. Y claro, ¿quién se resiste a no abrazar y manosear a tan tiernas criaturas de piel fina, mirada cándida y educada docilidad? ¿Cómo no expresarles un paternal amor, el deseo de poseerlos, las ansias de compartir sus más escondidas intimidades? Ya ve que le comprendo perfectamente cuando grita usted a los cuatro vientos que “tenemos que aprender a ser intransigentes con el pecado, empezando por los nuestros, e indulgentes con las personas que los cometen”, pero, curiosamente, es ahí donde comienzan todas mis dudas porque, siendo usted el máximo representante de Dios en la tierra, el guía espiritual de todos sus seguidores o, metafóricamente hablando, el gran jefe de la manada, ¿cómo no condena al destierro de su reino a todos esos pecadores, pervertidos y pervertidores de niños, como hizo su súperjefe con toda la humanidad por un simple pecado de desobediencia?, ¿o como es posible que nieguen el pan y la sal de su fe, es decir la comunión, a esos políticos católicos que votaron a favor de la ley del aborto y a su ejército de curas abusones y pederastas sólo les trasladan de castillo en castillo en la oscuridad de la noche para que nadie se entere de sus tropelías, permitiéndoles no sólo que sigan impartiendo la comunión a sus nuevas víctimas sino que también la reciban ellos? Ya ve que mis dudas y temores son inmensos y han empezado a agravarse aún más desde que, como colofón, citó usted al Hijo de Dios al decir que hay que “aprender de Jesús y no juzgar y condenar al prójimo”. ¡Señor, qué terrible tortura estoy padeciendo por ser incapaz de practicar la misma benevolencia que usted!
Yo intuyo que si usted tuviera la valentía de aclarar mis dudas me diría que el aborto y la pederastia son comportamientos incomparables porque en el primero se mata y en el segundo no, y de hecho algunos de sus subordinados ya ha apuntado algo en ese sentido, pero no dejo de preguntarme cómo catalogar el daño psicológico infringido a los niños durante días, meses o años por parte de sus educadores con alzacuellos… Niños y jóvenes que piensan, que tienen sentimientos, conciencia, que callan por miedo o por imposición; esos niños, ahora hombres adultos, han sufrido el infierno en vida acompañados por los peores fantasmas, arrastrando la humillación y la violación de sus espíritus, de sus almas –da igual la denominación- como muertos vivientes. Pero están vivos, dirá usted, y se irá a rogar por su salvación ante el Altísimo.
Supongo que su Código Canónigo, ése que dicen ustedes que les obliga a ser muy cautos y garantistas porque protege al máximo los derechos y la intimidad de los acusados, no contemplará pena alguna para los encubridores, para los mentirosos y para los estafadores ¿porque qué otra cosa es sino una mentira y una estafa a sus confiados fieles la ocultación de delitos tan repugnantes? Y ya no digamos lo que tal permisividad y ocultación significa para la sociedad en general a la que se pasan el día intentándole afear cualquier acto, por nimio que sea, que no se ajuste a sus código moral, ése que ustedes han demostrado ser los primeros en vulnerar.
Me voy a atrever a decirle, Sr. Ratzinger, lo que yo creo que debería hacer para salir más o menos airoso de esta vergüenza aunque sepa que no es exclusiva de su papado pero, qué le vamos a hacer, le ha tocado:
expulse de su iglesia a todos los viciosos y pederastas y a quienes les han defendido
cese a toda la canalla de obispos y demás jerifaltes que han escondido bajo la alfombra el delito más vergonzoso y repugnante que un ser humano puede cometer
presente querellas criminales ante los tribunales civiles contra los delincuentes sexuales que se esconden en sus conventos y ejerza la acusación particular en los procesos representando los intereses de las víctimas
pida perdón públicamente y sin ambages a las víctimas y sus familiares, a todos los creyentes y fieles de su iglesia y a toda la humanidad, y prometa que perseguirá sin piedad en el futuro a todos los que cometan tales tropelías
y después, si aún le queda algo de dignidad, ¡DIMITA!
A pesar de ustedes, sigue habiendo poesía.