Lo mismo le pasa a mi corazón cuando una mujer es asesinada por su pareja porque eso de que "sólo serás mía" ya no le funciona. Se le rompió el dominio y no la mata por amor sino por resentimiento, porque ahora se siente inferior, porque ha perdido una corona y un cetro que nadie le puso, porque ese cuerpo y esa mente que creyó le pertenecían pueden ser disfrutados por otro. ¡Maldita puta!, se dicen todos, y no lo dicen porque ya no la posean sino porque cuando la poseyeron tenían el mismo concepto de ella. Nunca la concibieron como un ser libre, autónomo, igual, sino como el instrumento que satisface sus necesidades que cogen y tiran a placer. Él se considera un rey pero no quiere una reina al lado, sino la esclava que le sirve y se la mama por la noche, o a cualquier hora del día, depende. A veces intento ponerme en su lugar, imaginar cómo será la vida de esas mujeres olvidándome de cómo se trata el tema en las películas, por reales que puedan parecer, y quizá lo sean. Intento imaginar mi vida cotidiana con un hombre así al lado, con el miedo y el asco comiéndome las entraña y, encima, sin valor (y muchas veces también sin medios) para darle la patada o para salir corriendo yo. Con la voluntad hecha añicos, con la autoestima convertida en una fregona que rebaña todas las mierdas, con las fuerzas escapándose por el sumidero del lavabo. Tanta lágrima a veces se enquista en el ojo y no deja ver; quizá también en el cerebro, y no deja pensar con claridad. La culpa no es de ellas aunque muchas así lo crean. Y no, todos los hombres no son iguales respecto a este asunto, por supuesto, pero todavía a muchos les cuesta condenar estos comportamientos, como les pasa a esos jueces que, sin justificar el asesinato y condenándolo, creen que alguna culpa tendrá la mujer, algo habrá hecho que no se dice... Y las penas a veces son vergonzantes. Pero ni la mujer más coñazo, ni la más intransigente, ni la más coqueta, incluso ni la más perversa y despreciable, merece perder la vida por el hecho de que su pareja no la soporte o, por el contrario, exija que vuelva con él, ¡faltaría más! Uno debe coger la puerta y largarse o, en su caso, asumir la derrota. Nosotras también sufrimos la compañía de seres indeseables en muchos casos y nos sentimos derrotadas por el amor, pero no nos dedicamos a matarlos... Somos diferentes, realmente.
Aún nos cuesta, a mujeres y hombres, entender que el matrimonio o el emparejamiento no significa pertenencia sino compartir el armario de la ropa y el de los sentimientos, y respetar el sitio que ocupa cada cual, desde la libertad. Y eso lo digo yo, que soy incapaz de compartir mi armario con nadie, que mi casa es mi cueva y que el otro se ocupe de su armario y de la suya. Tres años de matrimonio me bastaron para comprender que lo mío no era la vida en pareja aunque pueda amar con locura a alguien. No me basta el amor de y hacia otro para sentirme viva, aún amo más mi libertad, quizá porque he tenido que luchar y sufrir mucho para conseguirla y disfrutarla. Y porque yo pienso que sólo desde la más absoluta libertad, desde la total conciencia de quién y cómo es uno mismo, se puede amar. Y ya no digo en el caso de desear tener hijos...
Y al decir esto me ha venido a la cabeza esa absurda teoría, que ha sido recogida en los medios de comunicación días atrás, de que los padres pueden darles de vez en cuando algún que otro cachete a sus hijos. He escuchado opiniones de lo más variopintas, algunas incluso escalofriantes. El problema no es que a un niño que reiteradamente se porta mal se le de un cachete de aviso. Lo que a mí me preocupa es que el comportamiento bueno o malo de los hijos es una apreciación subjetiva de los padres, y casi siempre esa percepción subjetiva tiene mucho que ver con su capacidad de comprensión y de paciencia, de colocarse en la edad y lugar de sus hijos. La permisividad social y política de los cachetes implica que los padres con la mano un poco larga se sientan respaldados para utilizar esa medida como algo normal, y del cachete de advertencia a la bofetada o tortazo hay un paso muy pequeño. Y lo siguiente a justificar es la paliza. Yo he visto a padres defender como leones a sus hijos frente a los demás y, al tiempo, tenerlos machacados en casa ante cualquier "salida de tono" de uno de ellos. La hipocresía campa a sus anchas, como en tantas otras situaciones. Y ya no hablo de los castigos desproporcionados, de los gritos, de los insultos o de las amenazas... Sé de lo que hablo, y de las marcas que te dejan en el cuerpo y en el alma. Antes les llamaba heridas, pero el tiempo lo cura todo y las cerró. Al menos me gustaría que los niños que sufren la violencia de sus padres, ya sea porque los dedos de la mano se les han quedado marcados en la mejilla o en el culo, o porque no se les escuche nunca, o porque les griten demasiado a menudo que son insoportables, o les manden a la cama sin cenar (¡ojalá sólo fuera este tipo de violencia!), tuvieran la misma suerte que yo y llegara un momento en el que las heridas dejaran de supurar y las marcas posteriores sólo quedaran como una seña de identidad.
¡Ojalá también les sucediera esto a los niños y niñas víctimas de los pederastas y a las mujeres que han sobrevivido -y sobreviven- a la violencia de sus parejas!
Infancia y poesía
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