Bitácora de Isabel Huete

SOLIDARIDAD CON HAITÍ

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17 junio 2008

Yo estuve allí (continuación)

Antes de que pudiésemos ver cómo acababa aquello del destripamiento de sillas, a todos los invitados nos hicieron bajar al vestíbulo de entrada al Congreso, no el principal, que se usa únicamente para las grandes celebraciones, sino al lateral, por donde entran habitualmente los diputados/as. Más que un vestíbulo es un pasillo ancho con sillas pegadas a la pared y alguna que otra pequeña mesa auxiliar. Nos colocaron en dos filas, pegados a las paredes, y nos dijeron que mantuviésemos en la mano el D.N.I. El silencio, salvo las conversaciones que los mandos de la Guardia Civil tenían entre ellos, cuchicheando, era total. Ninguno nos atrevimos a abrir la boca, aunque nos mirábamos unos a otros interrogándonos con la mirada sobre dónde nos podrían llevar. No nos habían dicho nada, salvo que nos pusiéramos allí. Yo, la verdad, me imaginaba metida en una celda y procesada por traidora a la patria o cualquier lindeza de esas que se gastaban los milicos. ¡Era todo tan disparatado! 

Me hubiese gustado recordar qué pensé cada minuto que estuve dentro del edificio, pero sólo consigo recordar las cosas más visuales, y eso que mi cabeza es como una máquina taladradora que se pasa runruneando las veinticuatro horas del día. Conociéndome, intuyo que en aquella época y con aquella edad la situación me debía parecer casi onírica. Y lo digo porque cuando cuento esta historia, me da la impresión de que en vez de haber sido protagonista de ella, la estuviese viendo como una película en la que mi participación fuese de mera espectadora.

Nos tuvieron en el vestíbulo como tres cuartos de hora y, sin ninguna otra explicación, alrededor de las diez de la noche nos dijeron que podíamos marcharnos haciéndonos la recomendación de que no utilizáramos los coches particulares y no fuéramos por la calle en grupos de más de dos o tres personas. Creo que salimos todos como alma que se lleva el diablo y sin acabar de creérnoslo, aunque por otro lado nos temíamos que nos íbamos a encontrar las calles tomadas por el ejército y que, probablemente, nos pararía algún que otro control para pedirnos la documentación. Todo eran incógnitas.

En la calle, el edificio del Congreso estaba rodeado por un cordón de coches del ejército y de policías militares, y detrás de ellos, otro cordón de furgonetas de la Policía Nacional y de mogollón de polis formando fila. ¿Quién y qué protegía cada uno? Raro, raro, raro... Yo tenía mi coche en el Parking que hay justo enfrente, en el subsuelo de la Carrera de San Jerónimo, entre el Congreso y el Hotel Palace, y la verdad es que me daba rabia pensar que si lo dejaba allí me iban a cobrar un pastón al ir a recogerlo al día siguiente. ¡Qué cosas se piensan y preocupan en momentos en los que en lo único que se debería de pensar es en salvar el pellejo! Pues yo, absurdamente, en lo primero que pensé fue en que mi bolsillo no estaba para afrontar semejante gasto, aparte de que la inconsciencia creo que me impedía ver la verdadera gravedad de la situación.

Como me resistía a dejar en el Parking mi coche, me dirigí a un oficial de la Poli (los militares me daban menos confianza... ???) y no se me ocurrió otra cosa que preguntarle si podía retirarlo. Me dijo que sí, que no había ningún problema. Me quedé desconcertada, así que le conté la advertencia que nos había hecho la Guardia Civil antes de salir. Y ya la respuesta me dejó k.o.: "Pues si le han dicho eso dentro, será mejor que no lo coja". No entendía nada, y como desde niña siempre he querido recibir respuestas que me proporcionaran seguridad, que me dejaran claro las cosas, al menos aquellas que no dependían de mí, acabé haciéndole una nueva pregunta: "¿Me podría aclarar si ustedes están de acuerdo con los de dentro o defienden la legalidad?". ¡Qué loca de la vida soy! Pero me lo aclaró: "La Policía Nacional estamos con el Rey". ¡Toma ya, para que te enteres, preguntona! ¡Listilla!

María, la pobre, que estaba a mi lado y no había abierto la boca (cosa rara en ella, por otro lado), no paraba de decirme que nos fuéramos de una puñetera vez. Llevaba toda la razón. Días después me dijo que no podía creerse que estuviera tan loca, pero la verdad es que a mí me parecía que antes de tomar una decisión tenía que estar informada de por dónde iban los tiros. Tanta contradicción no la podía comprender. Quería saber. Lo necesitaba.

Parece anecdótico ahora, pero aquella fue una conversación muy en serio y me tranquilizó lo suficiente como para decidirme a coger el coche. María vivía en la misma Puerta de Alcalá con sus padres, así que antes de irme a casa la dejé allí. Por el camino, aunque es corto, no dejamos de despotricar y de ir calentándonos más y más al comprobar que no sólo no había un alma por la calle, sino que tampoco se veía un sólo militar ni ningún policía. Seguíamos sin entender nada. Si había un golpe de estado, y según los partes que iban transmitiendo Tejero y los suyos en el Congreso, prácticamente todo el país estaba con ellos, ¿no era lo lógico que las calles estuviesen tomadas? Pues no, ni dios, ni siquiera un maldito coche patrulla. Al final comprendimos que todo era una milonga, o al menos lo parecía.

Después de dejar a María, me fui a mi casa sin mayor problema. En el trayecto, que ya era más largo, todo estaba igual de tranquilo, casi diría que demasiado tranquilo. Al llegar, lo primero que hice fue llamar a mis padres porque ellos sabían que yo asistía bastante a menudo a las sesiones parlamentarias y quería tranquilizarlos. La risita tonta de mi padre denotaba a las claras lo contento que estaba, pero ni se me ocurrió hacerle ningún comentario cabroncete aunque se lo mereciera. ¿Para qué? Sólo quería encender la televisión, o la radio, y enterarme de una puñetera vez qué estaba pasando en realidad. Y casi me puse a llorar al comprobar que a medida que habían ido pasando las horas, el golpe se había desinflado. Pero me impresionaron las imágenes de Valencia con las calles llenas de tanques. En Madrid no había visto nada parecido.

Llamé a casa de algunos amigos diputados para hablar con sus mujeres y decirles que al menos hasta que yo había salido del Congreso, ellos estaban bien. Recuerdo que todas me lo agradecieron llorando. No era quién para tranquilizarlas cuando la primera que lloraba era yo. Creo que fue la reacción lógica a una situación extremadamente tensa aunque yo no lo hubiese percibido con claridad, pero también fue de rabia porque nos habían hecho creer que aquello había sido pan comido y en realidad, sin mermarle un gramo de gravedad, se acabó convirtiendo en un golpe chapucero. Claro, que no nos iban a decir: "Miren, váyanse a sus casas tranquilos porque esto no ha sido más que un golpe de mierda".

Apenas dormí, y a eso de las 5 de la madrugada me llamó María, que estaba tan insomne como yo. Quedamos que la pasaba a recoger y volvimos a los alrededores del Congreso para esperar a ver qué pasaba. Ya sabíamos que el golpe había fracasado e intentamos meternos en la cafetería del Hotel Palace, pero habían cortado todas las calles de acceso más directo a la zona y no hubo manera. Recuerdo que inventamos que yo me había puesto malísima para que nos dejaran pasar al Hotel, pero ni flores, y nos llamamos idiotas por no habernos metido allí nada más salir, antes de coger el coche. Luego comprendimos por qué a pesar de poner cara de estar muriéndome nos lo habían impedido: todo se estaba cociendo entre el Congreso y el Hotel, toda la negociación para que se rindieran los golpistas. Lo vimos de lejos, desde la Pl. de Neptuno, junto a mucha otra gente que había ido a apoyar a los diputados y a defender la democracia.

Nos quedamos hasta que, sobre las 10 de la mañana, empezaron a salir los primeros diputados. Fue quizá el momento más emocionante. La gente corría a abrazarlos, a animarlos, aunque los pobres tenían una cara espantosa. Estaban agotados.Luego nos fuimos a mi casa a celebrarlo. Bebimos vodka a palo seco porque no tenía otra cosa, y acabamos dormidas de cansancio y de borrachera. ¡Habíamos ganado! ¿O no habían vencido? Daba igual: volvíamos a sentirnos libres.

Mi padre me dijo después que había sido una pena que no triunfaran, y yo le respondí que la pena era escucharle a él.

No me perdí la mani posterior, y creo que de las muchas a las que he asistido por diversas causas, aquella fue la que me ha dejado más huella. Entonces mi afición a la fotografía no se había despertado todavía, y mira que lo siento. Me hubiese gustado fotografiar a una señora bastante mayor que llevaba una pegatina del Partido Comunista enarbolando a la vez una foto del rey. Había muchos como ella, pero lo que importaba era que todos compartíamos la misma idea: que la dictadura nunca se volviese a repetir. 

Nos quejamos muchas veces, y con razón, del funcionamiento del sistema democrático, de las carencias que tiene, de las distorsiones que sufre, de la actuación de nuestros representantes y gobiernos, y de otros muchos defectos que tiene, pero creo que a pesar de sus limitaciones y de sus errores, es el mejor sistema de todos los posibles, ya sea directo o representativo. En un país como el nuestro no debería haberse olvidado tan pronto lo que significó vivir en la dictadura, lo que es vivir sin libertad. Claro que la libertad no conlleva felicidad extrema, justicia total, pleno empleo, educación y sanidad de inigualable calidad, vivienda barata para todos, etc. La libertad no nos satisfará nunca al completo, pero al menos podemos decidir quién queremos que nos gobierne, aunque los gobernantes se alejen cada vez más de quienes los elegimos. Es la ley de hierro de la oligarquía, de la que hablaba Robert Michels en su libro "Los partidos políticos", en la que se teoriza sobre el comportamiento de las élites de poder: la pirámide social cada vez se ensancha más por la base y, en idéntica proporción, se estrecha más en su vértice. Lo vivimos, lo sufrimos, en el día a día, pero debemos seguir luchando contra ello, luchando por nuestros derechos, haciendo bajar a las élites políticas a la arena, dándoles la espalda cuando se olviden de nosotros. Y sobre todo, luchemos contra la manipulación, combatámosla con las dos mejores armas que tenemos: la educación y la información, esforzándonos en distinguir la rigurosa y veraz de la falaz y mentirosa.

No debemos esperar que nadie nos regale nada, pero en igual medida tampoco creo que debamos dejar de luchar por lo que es nuestro, por lo que nos corresponde como ciudadanos, por lo que pagamos con nuestros impuestos, por aquello por lo que nos dejamos la piel día a día. Más libertad implica más exigencia, pero también mas compromiso.

Democracia y poesía.

3 comentarios:

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Te repito las gracias por este relato desde dentro de algo que todos vivimos desde fuera.

jg riobò dijo...

Hoy el compromiso y la lucha no existe, han logrado que sólo se piense en el dinero y en consumir.

Isabel Huete dijo...

Gracias a ti Pedro por verlo así. Un besazo.

Javier, creo que no se puede generalizar tanto. Creo que la información que tenemos siempre presenta la parte más negativa de la sociedad porque es lo que vende. Yo conozco a a mucha gente comprometida y luchadora, pero esa nunca sale en los medios, salvo excepciones. No sé si será la mayoría, pero es.
Un besuco.

FOTOLIA